BIENVENIDA

Muchos diran que en este blog no solo tienen discos de el genero GOTICO pues bién tienen razón, pero por que en mi pais casi no se escucha en comparación a otros ritmos el METAL aqui trato de dar a conocer un poco de diversos grupos, generos de metal para dar a conocer buevos grupos o poco conocidos. pidan sus discos a mi hi.5. ATT. DARIO VAMPIRO MORTEM















lunes, 3 de enero de 2011

Razas de Vampiros. (Parte 1 )

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Introdución

Dario Vampiro Mortem
Hay tantas como religiones, que las han describido, durante todos las epocas las culturas han tenido a una ser sobrenatural, con dones oscuros que traen desgracia, sangre y desolación. Esto debido a epocas eligiosas, politicas o talvez algo mas, lo cierto es que en casi toda las culturas esta el mito de la sangre junto a sus bebedores . Principalmente en Albania y Turquia en este ultimo conocido como UPIRO donde para mi empezo lo que conocemos hoy dia como VAMPIRO un ser misterioso, enigmatico, especial mente oscuro o demoniaco al igual que seductor lo que le a dado el componente sexual amantes perfectos consumados o linfomano por su gran apetito al sexo segun sea el caso del que estemos hablando, Hay tanto que decir de ellos pero tan poco tiempo para escribir o leer todos los que aqui mencionamos entran en la categoria de UPIROS, NOSFERATUS o VAMPIROS como ya veremos que para unos eran no muertos para otros vampiros y estan a los que los llamaban demonios si se dan cuenta eran basicamente lo mismo pero con diferentes nombres algunos con pocas diferencias, pero la unica principal es la sangre .

Att. Dario Vampiro Mortem.




El Brucolako.

Son vampiros provenientes de las regiones griegas de Tesalia y Epiro, su piel es dura y áspera, y su potente voz corta la noche en busca de alguien que responda a su llamada. Es amante de la sangre tanto como del vino.

Existen sólo dos formas de matarlo: quemarlo, o atravesarlo en la cabeza con una rama de fresno, teniendo la precaución de no herir sus ojos, de otra manera, el vampiro pronto recobraría sus fuerzas. Otra de las advertencias que nos hacen los eruditos, es que sólo es posible enfrentarlo durante el mediodía, ya que el Brucolaco puede inmovilizar al atacante con su mirada, aunque su tumba sea abierta durante el día. Aparentemente, sus poderes persuasivos disminuyen cuando el sol alcanza su cénit, razón por la cual algunos sabios han trazado un paralelo entre los Brucolacos y ciertos burgueses, quienes como todos sabemos, son menos virulentos a la hora de la siesta.

Eretica.

Espíritus rusos vueltos de la muerte. Por lo general se trata de mujeres que vendieron su alma al demonio. Toman la forma de una anciana ojerosa cuya mirada es fatal. Sólo se dejan ver durante el otoño.

Las versiones posteriores de la leyenda son más generales, y hablan de los Eretica como vampiros convertidos mediante la herejía, sin involucrar a la brujería en particular.


Hoy hablaremos de un demonio fuertemente asociado al vampirismo; vínculo que los une sólo en los aspectos más espantosos. Curiosamente, y a pesar de que sus apariciones en la literatura no son escasas, pocos los han incluido en las antologías vampíricas.

En las siguientes líneas daremos cuenta de algunas de las particularidades del aborrecible Ghoul.

El Ghul es un vampiro de la tradición árabe, aunque el término suele designar a toda una gama de demonios del desierto, incluidos los clásicos Djinns.

Estos seres habitan en desiertos y cementerios, tanto los consagrados como los profanos. Las primitivas leyendas sobre los Ghoul los describen como seres astutos, no muy inteligentes, pero sí lo suficientemente hábiles como para tender diversas trampas a los temerarios viajeros de las arenas.

Las crónicas refieren que su aspecto, cuando adquieren uno, es el de una hiena de dimensiones descomunales, y una de sus estrategias más conocidas es la de imitar el ladrido de los perros para que los peregrinos asuman que se hayan cerca de un campamento.

En la evolución de la leyenda, los Ghoul debieron mutar drásticamente su comportamiento, y lentamente pasaron de ser predadores a carroñeros. Los mitos más recientes hablan de las incursiones de los Ghoul a los cementerios, en dónde practican todo tipo de rituales macabros, culminando casi siempre con la ingesta de cadáveres en estado de descomposición. Esta idea a ganado tanta fuerza que la voz Ghoul ha terminado por designar a todos los seres necrófagos del desierto.

El Ghoul en la literatura.

Como decíamos, los Ghoul tienen una amplia participación en la literatura de terror. Veamos algunos de los casos más destacados:

Howard Phillip Lovecraft:

Lovecraft fue, posiblemente, quien más ha recurrido a los Ghoul en la literatura occidental. En El Modelo de Pickman (Pickman's Model) nos describe toda una serie de horrendos seres subterráneos de apariencia lobuna. Una lectura superficial del relato nos deja la impresión de que estos seres son licántropos u hombres lobo, pero una visión más profunda elimina esta posibilidad, ya que lovecraft describe detalladamente cómo estas criaturas roban niños humanos y los crían en sus abyectos cubiles, transformándolos casi siempre en híbridos con extraños poderes persuasivos. Ahora bien, estas características no tienen nada que ver con los licántropos, y si con los Ghoul.

Recordemos también que Lovecraft se tomaba muy en serio estas cosas, y es difícil atribuírle un error o una traspolación involuntaria de características en sus creaciones.
Otra de las apariciones del Ghoul en la literatura de Lovecraft es en El Sabueso (The Hound), donde se lo describe con menos minuciosidad pero con mucha mayor participación en la narrativa.

Edgar Allan Poe.

Edgar Allan Poe cita brevemente a los Ghoul en su poema Las Campanas (The bells) de 1848. El pasaje del poema se llama Campanas de Acero, y dice lo siguiente:

Ellos no son hombres ni mujeres,
Ellos no son salvajes ni humanos,
Ellos son Ghouls.

C.S.Lewis.

Clive Staples Lewis ha colocado a los Ghouls en su mítica Narnia, donde resultan ser un poco menos sanguinarios y mucho más estúpidos que sus predecesores. Allí se desenvuelven como colaboradores de la Bruja Blanca.

Imagino que la razón por la que este vampiro suele ser ignorado es consecuencia de su naturaleza implacable, además de su carencia patológica de cualquier rasgo romántico. Pero allí están los Ghouls, habitando en infectas cavernas, arrastrándose dentro de los sepulcros abandonados, disfrutando de sus mórbidos banquetes en soledad, aunque más no sea dentro de las viejas leyenda


Hace poco hablábamos sobre los Súcubos, aquellos vampiros femeninos del sexo. Hoy daremos cuenta de algunas características del otro extremo de la cuestión: los Íncubos.


¿Qué es un Íncubo?
Un Íncubo es un vampiro masculino o demonio cuyo rasgo fundamental consiste en una técnica sexual envidiable. Es decir, los Íncubos son amantes consumados, eficientes, difícilmente olvidables.


Significado de la palabra: Íncubo.
Íncubo es una mezcolanza medieval de las voces latinas In, sobre, y Cubare, yacer, acostarse. Por lo tanto, Íncubo significa El que yacer sobre, El que se acuesta sobre; lo cual justifica las alabanzas sobre sus artes amatorias, repertorio que se limita a una sola posición sexual. Vale aclarar que la palabra Íncubo, en plural: Incubi, era utilizada en latín para referirse a una clase de pesadillas particularmente escandalosa.


Origen de los Íncubos.
Siempre han existido leyendas sobre vampiros sexuales o demonios particularmente interesados en la sexualidad. La mitología clásica los conoce con diversos nombres y formas. Los Íncubos, puntualmente, no pertenecen a las viejas estirpes mitológicas. Su origen reside en la Edad Media y su nacimiento es exclusivamente secular. La teología, siempre preocupada por el pecado, que en aquella época no se diferenciaba demasiado del concepto de lo femenino, utilizó a los Íncubos como mediadores entre los demonios y las mujeres. Según explican los grimorios, los demonios son incapaces de procrear, debido a ello se valen de estos vampiros para depositar su simiente infernal en los buenos úteros medievales. Esta última teoría fue oportunamente demolida por el Malleus Maleficarum, El martillo de las brujas, en donde se explica lacónicamente que los Súcubos e Íncubos tampoco son capaces de procrear.

Algunos comentadores lúcidos han advertido que la enorme mayoría de casos documentados sobre ataques de Íncubos aseguran que estos vampiros utilizan la forma y las ropas del clero durante sus asaltos. De hecho, la vida medieval en los conventos organizaba guardias nocturnas en las habitaciones de las novicias, y se las advertía sobre esta tendencia irracional de los Íncubos a mimetizarse con los hábitos del párroco local.


Leyendas de Íncubos.
A pesar de que la Iglesia observa con indignación las técnicas insuperables de los Íncubos, también advierte sobre algunas trampas relacionadas con sus ataques. Por ejemplo, se dice que los Íncubos sólo se ceban en mujeres dormidas, provocándoles una especie de parálisis momentánea. El placer sexual de las víctimas es pasajero, desaparece apenas el vampiro se retira de la alcoba, dejando cierto sabor metálico que nadie ha sabido explicar.

Otras versiones de la leyenda vociferan sobre cantidad formidable de extremidades que poseen los Íncubos, haciendo muy complicado para las infortunadas identificar cuál de todas ha sido la causante de su desgracia. El norte europeo ostenta las tradiciones más escalofriantes sobre ataques de Íncubos, en ellas se afirma que estos vampiros sexuales revolean un miembro con escamas, rústico y áspero, que provoca un dolor incomparable y cuyo volumen varía constantemente. El Malleus Maleficarum va más allá, y detalla que los Íncubos utilizan su miembro escandaloso en operaciones poco aconsejables, valiéndose de la inmemorial tradición de Sodoma o, en otras palabras, per upites; tal como anota un cronista taciturno.

Generalmente, los Íncubos prefieren a las mujeres de fe: especialmente monjas y novicias. En esta preferencia yace la explicación más obvia sobre los Íncubos, creados por la imaginación exaltada de las muchachas o bien como excusa para explicar algún embarazo poco congruente con los votos de castidad.

Kathakano.

Vampiro original de la isla de Creta. Es muy similar en sus rasgos y costumbres a los vampiros del oeste de europa.

Como dato extraño diremos que la única manera para matar a un Kathakano (según los cretenses, claro) es hirviendo su cabeza en vinagre. Casi siempre se lo representa haciendo muecas espantosas con su boca, la cual es desmesuradamente grande.

Suele escupir sangre sobre la piel de la víctima produciéndole terribles laceraciones, y su propio cuerpo está cubierto de quemaduras y pústulas que exhalan un hedor insoportable.

En Creta existe una larga tradición de mitos y leyendas asociadas a los rigores volcánicos. Ya en los mitos griegos podemos encontrar muchos paralelos entre los seres mágicos de la isla y las idealizaciones de los ignotos poderes volcánicos. Por lo tanto no es descabellado imaginar a un vampiro cuyas características esenciales sean el hedor, las llagas, las ampollas y las laceraciones.

Menos curioso es el antídoto necesario para eliminar a este ígneo vampiro, el vinagre, que como todos sabemos, neutraliza las quemaduras leves.

Mormo, el Sirviente.

Es el último de nuestros vampiros griegos. Fiel sirviente y asistente de la terrible diosa Hécate. Al parecer eran pequeños seres repugnantes que disfrutan lacerando la piel de los durmientes, y lamiendo la sangre que mana de las heridas. Se los ahuyenta pisándoles la sombra.

Sus leyendas se funden demasiado con las tradiciones católicas como para tener algún mérito destacable. Casi siempre actúan como personajes moralizantes, cuyas actividades nocturnas pueden conjurarse mediante las plegarias de rigor.

Como vampiro deja mucho que desear, aunque como personaje de cuentos picarescos puede presumir de cierta forma de belleza.


El Vampiro del Sexo.

Ya estamos dentro del territorio rumano. Los Moroi son vampiros que, extrañamente, se destacan por no atacan a sus familiares cercanos, al contrario de lo que ocurre con la mayoría de otras razas de vampiros.

Pueden ser tanto masculinos como femeninos. Se dice que si alguien se topa con un Moroi en algún paraje vivirá una experiencia inolvidable, ya que estos seres son amantes consumados, y nunca dejan pasar la oportunidad de tener sexo.

Sobre este vampiro se tejen algunas historias muy interesantes, aunque nos centraremos en la que consideramos más atractiva.

Al parecer, al Moroi le fascina el sexo en todas sus variantes, incluso las más alocadas. Puede realizar proezas amatorias que deberían catalogarse como épicas, razón por la cual, sospechamos que no todas las damas de Rumania lo consideran un ser indeseable.

Lamentablemente, los héroes siempre encuentran un antagonista al que no pueden vencer, y el Moroi no está exento de esta regla. Es sabido en rumania que lo único que espanta a un vampiro Moroi es la visión de una vagina. Lo curioso es que este vampiro es un adicto a dicho órgano, y lo que puede ser contradictorio a simple vista, en realidad no lo es, ya que el Moroi se destaca en sus artes amatorias de manera antinatural, el decir, vía analis, per upites, per colectorum, etc. Espero no haber abrumado al lector susceptible con la enumeración de semejantes aberratio.

La paradoja no es del todo original, aunque sí llamativa. Los anales folklóricos no nos avisan si este vampiro consuma la penetratio mediante el tacto (dactilus per vulvus) o bien utilizando la intuición, la imaginación, o el tanteo.

A nuestras inquietas lectoras, quienes suelen abrumarme con consideraciones sobre la posibilidad de que sus novios sean vampiros, les advierto que: Si sus novios prefieren hacer el amor a oscuras, no es razón para considerarlos vampiros, sino apenas unos pobres miserables.

Recordemos que también durante la edad media, una de las maneras de espantar al demonio, era precisamente la visión del órgano femenino.

Los mitos rumanos no nos aclaran que debe hacer un hombre en un encuentro con el Moroi, ya que la carencia de vagina en el hombre es proverbial. Para aquellos temerarios que deseen recorrer los rincones más inhóspitos de los Cárpatos, recomendamos la precaución de llevar elementos de sutura en las más puras condiciones de asepsia.

Myertovjec.
El Vampiro de las Brujas.

Es un vampiro muy popular en la Rusia europea. De aspecto bastante desconocido, sólo se afirma de él que posee un rostro rojo cubierto de pústulas. Es activo entre la medianoche y el amanecer.

Estaba relacionado con brujas y brujos, a los cuales servía en determinadas ocasiones. Sólo podía matarlo quien lograse la dura tarea de inmovilizarlo y clavarlo a su ataúd.

Las dificultades de la empresa son evidentes, no tanto por inmovilizar al vampiro, sino para, al mismo tiempo, ensartarlo en el corazón con una estaca. Pero no debemos desanimarnos, ya que análoga situación se da en diversas actividades, algunas de ellas, prosaicas.

A nuestros lectores masculinos les remito la siguiente alegoría con el Myertovjec: si son capaces de sacarle la ropa interior a vuestras novias, al tiempo que siguen besándolas, acariciándolas, etc; el reto de ensartar a este vampiro debería resultar bastante sencillo, e incluso pueril.

¿Que es un Nosferatu?


El origen y significado de la palabra Nosferatu, tan mencionada en novelas y relatos de vampiros, es bastante complicado de rastrear, y virtualmente imposible de consignar como un misterio lingüístico terminado.

El folklore rumano nos describe a los Nosferatu como una raza de vampiros particularmente desagradable. Sus formas no se diferencian demasiado de un cadáver en descomposición. De hecho, y siguiendo el camino de las tradiciones populares, un Nosferatu es una entidad vampírica que comienza sus actividades necrófagas con sus propias extremidades, masticando y royendo sus brazos y piernas antes de aventurarse fuera de la tumba.

Bram Stoker utiliza la palabra Nosferatu a través de Abraham Van Helsing, quien afirma que el conde Drácula es parte de esta estirpe aberrante. No obstante, el término no es de su autoría, ni tampoco un descubrimiento personal. Emily Gerard la utiliza por primera vez en occidente en su obra La tierra más allá del bosque (The land beyond the forest, una traducción literal de la palabra latina Transilvania), para describir a los vampiros del folklore rumano.

Curiosamente, no existen menciones de la palabra Nosferatu en la lengua rumana, de hecho, su construcción es bastante improbable en dicha lengua. Casi todos los ligüistas de comienzos del siglo XX coinciden en que la palabra Nosferatu es una contracción del término griego Nosophoros (νοσοφόρος), que significa Portador de enfermedad. En otras palabras: infectado.

Una vez desentrañado este misterio la cuestión se derrumbó frente a una simple revisión de la literatura griega: no existe ningún texto que mencione la palabra Nosophoros. Salvo algunos entusiastas de la explicación griega, que han visto la variante Nosephores en un libelo de Marcelo de Side, escrito en el siglo II d.C, la mayoría archivó esta posibilidad.

Con el tiempo, y debido a la imposibilidad lingüística de explicar la palabra Nosferatu como una contracción de Nosophoros, las mentes más lúcidas de la filología comenzaron a cuestionar las capacidades auditivas de Gerard. Es sabido que los conocimientos de Gerard sobre la lengua rumana eran, al menos, aproximativos, de modo que no sería improbable que se haya equivocado al consignar el término.

Algunos roedores de biblioteca vociferan que, en realidad, Nosferatu es un tropezón escandaloso de Gerard. La voz rumana correcta sería Necurat (Necuratul), que significa Impuro, o bien Nesuferit (Nesuferitul), Imparable. Ambos nombres están asociados, al menos en Rumania, con la Nigromancia, lo cual los acerca convenientemente a la teoría vampírica de sus orígenes.

Sea cual sea el origen de la palabra Nosferatu -no seremos nosotros quienes lo decidan- queda claro que, en ocasiones, la raiz de una palabra poco influye en las ramificaciones que crecen en el espíritu colectivo de los pueblos. Quienes creen en vampiros, lamias, empusas, o nosferatus, son aquellos que han bebido el mito como un terror palpable en sus tierras, y no necesitan de severos análisis filológicos para explicar ese temblor trasmitido en la lactancia, pues un símbolo mucho más duro y áspero que las letras se hace dueño del concepto: un horror ancestral, remoto, construído sobre tradiciones susurradas a la luz del fuego, y que poco tienen en común con nuestra liturgia fantástica, hecha de leves escalofríos en alguna biblioteca bien iluminada.

FIN
de la pare 1

El Ser Bajo la Luna.

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Introducción

El Ser bajo la Luna es uno de los relatos breves de terror más controversiales del siglo XX. La leyenda afirma que Howard Phillip Lovecraft tuvo un sueño, una visión hecha de imágenes y terrores intraducibles. En noviembre de 1927, Lovecraft le envió a un amigo la historia de su sueño, y con el tiempo, J. Chapman Miske publicaría aquella epístola como un relato. Habrá que decir que la carta y el relato publicado son absolutamente idénticos.

La trama no se aferra a los clásicos motivos mitológicos de Lovecraft. Aquí, un pobre ignorante siente súbitamente la necesidad de escribir. El fruto de esta compulsión será la historia de un hombre que, como todos nosotros, ha caído dentro de una horrible pesadilla de la que jamás podrá despertar.


El Ser Bajo la Luna.
The Thing in the Moonlight, H.P.Lovecraft-J.Chapman Miske.


Morgan no es hombre letrado; de hecho, su inglés carece del más mínimo atisbo de coherencia. Por eso me tienen fascinado las palabras que escribió, aunque otros las han encontrado ridículas.

Estaba sólo aquella noche, cuando ocurrió. Súbitamente lo asaltaron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente:

Mi nombre es Howard Phillips. Vivo en la Calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 (no sé siquiera en qué año estamos) me dormí y tuve un sueño. Desde entonces me ha sido imposible despertar.

Mi sueño comienza en un páramo húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de musgo. Estimulado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, contemplando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la roca.

En varios sitios, el paso estaba cerrado por la estrechez de la bóveda superior de la fisura; en dichos lugares, la oscuridad era notable, y no se distinguían las madrigueras que pudiesen haber allí. En uno de aquellos tramos umbrosos me asaltó un miedo atenazante, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma.

Por último, salí a una meseta cubierta de roca húmeda, alumbrada por una débil luna que había sustituído al moribundo astro del día. Miré en torno y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña por debajo, allí entre los suspirantes juncos de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado.

Después de avanzar unos metros, me topé con unas vías herrumbrosas de tranvía, y con postes carcomidos que aún sostenían el cable fláccido y combado del trole. Siguiendo por estas vías, llegué rápidamente a un coche amarillo que ostentaba el número 1852, con fuelle de acoplamiento, del tipo de doble vagón, en boga entre 1900 y 1910. Estaba vacío, aunque evidentemente a punto de arrancar; tenía el trole pegado al cable y el freno de aire resoplaba de cuando en cuando bajo el piso del vagón. Me subí a él, y miré inútilmente a mi alrededor intentando de descubrir un interruptor de la luz... entonces noté la ausencia de la palanca de mando, lo que indicaba que no estaba el conductor. Me senté en uno de los asientos transversales. A continuación oí crujir la hierba escasa a la izquierda, y vi las siluetas oscuras de dos hombres que se recortaban a la luz de la luna. Llevaban las gorras reglamentarias de la compañía, y comprendí que eran el cobrador y el conductor. Entonces, uno de ellos olfateó el aire aspirando con fuerza, y levantó el rostro para aullar a la luna. El otro se echó a cuatro patas dispuesto a correr hacia el coche.

Me incorporé de un salto, salí frenéticamente del coche y corrí leguas y leguas por la meseta, hasta que el agotamiento me forzó a detenerme... Huí, no porque el cobrador se echara a cuatro patas, sino porque el rostro del conductor era un mero cono blanco que se estrechaba formando un tentáculo rojo como la sangre.

Percibí de que había sido sólo un sueño; sin embargo, no por ello me tranquilicé.

Desde esa noche espantosa lo único que deseo es despertar..., ¡pero aún no he podido!

¡Al contrario, se me ha revelado que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al alba, y vagué sin rumbo por las solitarias tierras pantanosas. Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo tranvía... ¡A su lado había un ser de rostro cónico que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna!

Todos los días sucede lo mismo. La noche me atrapa siempre en ese lugar de horror. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la pálida luna; entonces doy media vuelta, y echo a correr desenfrenadamente.

¡Dios mío! ¿Cuándo despertaré?

Eso es lo que Morgan escribió. Quisiera ir al 66 de la Calle College de Providence; pero tengo miedo de lo que pueda encontrar allí.

H.P.Lovecraft-J.Chapman Miske.

La extraña casa en la niebla.

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The strange high house in the mist, H.P. Lovecraft (1890-1937)

De mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados de mas allá de Kingsport. Sube, blanca y algodonosa, al encuentro de sus hermanas las nubes, henchidas de sueños de húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y más tarde, en sosegadas lluvias estivales que mojan los empinados tejados de los poetas, las nubes esparcen esos sueños a fin de que los hombres no vivan sin el rumor de los viejos y extraños secretos y maravillas que los planetas cuentan a los planetas durante la noche. Cuando los relatos acuden en tropel a las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades invadidas por la algas emiten aires insensatos aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces las grandes brumas ansiosas se espesan en el cielo cargado de saber, y los ojos que miran el océano desde lo alto de las rocas tan sólo ven una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el límite de toda la tierra, y las campanas solemnes de las boyas tañesen libremente en el éter irreal.

Ahora bien, al norte del arcaico Kingsport, los riscos se elevan con arrogancia, altos y curiosos, terraza sobre terraza, hasta que el más septentrional de todos se recorta en el cielo como una nube gris y helada por el viento. Desolada, sobresale una punta en el espacio ilimitado, ya que la costa tuerce bruscamente allí donde desemboca el gran Miskatonic, después de dejar atrás Arkham, trayendo leyendas de los bosques y recuerdos singulares de las colinas de Nueva Inglaterra. Las gentes marineras de Kingsport miran hacia ese acantilado como miran otros hacia la estrella polar y computan las guardias de la noche según éste oculta o permite ver la Osa Mayor, Casiopea y el Dragón. Para ellos, forma parte del firmamento, y, en verdad, también desaparece cuando la niebla oculta las estrellas o el sol. Sienten cariño por algunos acantilados, como ese al que llaman el Padre Neptuno por su grotesco perfil, o ese otro de peldaños gigantescos al que llaman "La Calzada"; pero éste último les produce temor, porque está muy próximo al cielo. Los marineros portugueses que llegan de viaje se santiguan al verlo, y los viejos yanquis creen que escalarlo, en caso de que fuera posible hacerlo, sería un asunto mucho más grave que la muerte. Sin embargo, hay una casa antigua en ese acantilado, y por la noche se ven luces en sus ventanas de cristales pequeños.

Esa antigua casa está allí desde siempre, y dicen las gentes que habita Uno que habla con las brumas matinales que suben del mar y que quizá ve cosas singulares en el océano cuando el borde del acantilado se convierte en el confín de la tierra y las boyas solemnes tañen libremente en el blanco éter de lo irreal. Eso dicen que han oído contar, pues jamás han visitado ese despeñadero prohibido, ni les gusta dirigir hacia allí sus catalejos. Los veraneantes la han examinado con sus gemelos descarados, pero no han visto otra cosa que el tejado, primordial, puntiagudo, de ripia, con aleros que llegan casi hasta los grises cimientos, y la luz amarillenta de sus pequeñas ventanas, cuando asoma por debajo de esos aleros al oscurecer. Estos visitantes veraniegos no creen que el habitante de la antigua casa esté en ella desde hace siglos; pero no pueden probar semejante herejía a ningún auténtico vecino de Kingsport. Hasta el Anciano Terrible que habla con péndulos de plomo encerrados en botellas, compra comida con viejo oro español, y guarda ídolos de piedra en el patio de su casa antediluviana de Water Street, no puede sino decir que ya vivía allí cuando su abuelo era niño, lo que debió ocurrir hace un montón de años, cuando Belcher o Shirley o Pownall o Bernard era gobernador de la provincia de Massachusetts-Bay al servicio de Su Majestad.

Luego, en verano, llegó a Kingspot un filósofo. Se llamaba Thomas Olney, y enseñaba cosas tediosas en una facultad cercana a Narragansett. Llegó con una esposa robusta y unos hijos retozones, y sus ojos estaban cansados de ver las mismas cosas durante muchos años y de pensar los mismos disciplinados pensamientos. Miró las brumas desde la diadema del Padre Neptuno, y trató de adentrarse en el mundo blanco y misterioso por los titánicos escalones de la Calzada. Mañana tras mañana subía a tumbarse a loa acantilados y contemplar, desde el borde del mundo, el éter misterioso que se extendía más allá, escuchando las campanas espectrales y los gritos insensatos de lo que quizá fueran gaviotas. Luego, cuando levantaba la niebla y el mar recobraba su aire prosaico con el humo de los barcos, suspiraba y bajaba al pueblo, donde le encantaba recorrer los estrechos y antiguos callejones que subían y bajaban por la colina y estudiar los ruinosos hastiales y los portales de extraños pilares que habían cobijado a tantas generaciones de robustos marineros. Incluso habló con el Viejo Terrible, a quien desagradaban los forasteros, y éste le invitó a su casa arcaica y temible, cuyos techos bajos y carcomidos enmaderados escuchan los ecos de inquietantes soliloquios en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada.

Naturalmente, fue inevitable que Olney reparase en la casa solitaria y gris del cielo, situada en lo alto de aquel siniestro despeñadero formando un todo común con las brumas y el firmamento. Siempre se alzó sobre Kingsport, y siempre corrió el rumor de su misterio por los callejones tortuosos de Kingsport. El Viejo Terrible le contó a Olney, entre jadeos, una historia que había oído a su padre sobre un rayo que brotó una noche de aquella casa puntiaguda, y se perdió en las nubes más altas del cielo; y la abuela Orme, cuya minúscula casa de Ship Street tiene su techumbre holandesa toda cubierta de musgo y de hiedra, le refirió con voz chillona algo que su abuela había oído contar sobre unas sombras voladoras que salían de las brumas orientales y se dirigían a la única puerta de esa inalcanzable morada, la cual se abre al borde mismo del barranco que desciende hasta el océano y sólo puede verse desde los barcos que cruzan por el mar.

Finalmente, ávido de experiencias nuevas y extrañas, y sin que le contuvieran ni el temor de los vecinos de Kingsport ni la usual indolencia de los veraneantes, tomó Olney una resolución terrible. A pesar de su formación conservadora - o a causa de ella, que las vidas rutinarias albergan anhelos ansiosos de lo desconocido - hizo solemne juramento de escalar aquel acantilado del norte y visitar la casa anormalmente antigua y gris del cielo. Sin duda, su yo racional debió de persuadirle de que sus moradores entraban por la parte de tierra, a través de alguna cresta accesible próxima al estuario del Miskatonic. Probablemente bajaban a comerciar a Arkham, conscientes de lo poco que les gustaba la casa a los Kingsport, o incapaces quizá de descender por la parte del acantilado que daba a Kingsport. Olney recorrió los riscos más accesibles, hasta el pie del gran precipicio que subía a unirse insolente con las cosas celestes, y comprobó de manera patente que ningún ser humano podía escalarlo ni descender por la ladera sur. Al este y al norte se elevaba perpendicularmente también, desde el agua hasta una altura de miles de pies, de forma que sólo quedaba la vertiente norte, la cual miraba hacia tierra y hacia Arkham.

Una mañana de agosto salió Olney en busca de algún sendero que subiera hasta el inaccesible pináculo. Marchó en dirección noroeste por agradables caminos secundarios, pasó por la charca de Hooper y el viejo polvorín de ladrillo gris, hasta llegar allá donde los pastizales coronan la cresta que se asoma sobre el Miskatonic y dominan un precioso panorama de blancos campanarios georgianos de Arkham que se alzan leguas más allá, al otro lado del río y de los prados. Aquí encontró un dudoso camino en dirección a Arkham, aunque no vio ninguno en la del mar, como quería. Los bosques y los prados se apretujaban en la ribera alta de la desembocadura del río, donde no se veía signo alguno de presencia humana, ni siquiera una tapia de piedra, ni una vaca extraviada, sino sólo yerba alta, árboles gigantescos y marañas de zarzas que quizá vieron los primeros indios. A medida que subía lentamente por el este, cada vez más alto, por encima del estuario que quedaba a la izquierda, y cada vez más cerca del mar, el camino se iba haciendo más difícil; hasta que se preguntó cómo se las arreglaban los moradores de aquel desagradable lugar para llegar al mundo exterior, y si bajarían a menudo al mercado de Arkham.
Luego fueron escaseando los árboles y muy por debajo de él, a su derecha, vio las lejanas colinas y los antiguos tejados y campanarios de Kingsport. Incluso Central Hill era una elevación enana vista desde esta altura, y apenas se distinguía el antiguo cementerio situado junto al Hospital Congregacionalista, bajo el cual se decía que había terribles cavernas o pasadizos. Ante sí tenía una extensión de yerba rala y matas de arándanos; más allá estaba la roca pelada del despeñadero y el delgado pico donde se encaramaba la temible casa gris. La cresta se estrechó ahora, y Olney sintió vértigo en la soledad del cielo, con el espantoso precipicio al sur, por encima de Kingsport, y la caída vertical de casi una milla, hasta la desembocadura del río, al norte. De repente descubrió ante sí una zanja de unos diez pies de profundidad, de forma que tuvo que colgarse de las manos en su interior, dejarse caer por su suelo inclinado y después arrastrarse peligrosamente, pendiente arriba, hacia un desfiladero natural que había en la pared opuesta. ¡Este era, pues, el camino que los habitantes de la inusitada casa recorrían entre la tierra y el cielo!

Cuando salió de la zanja se estaba formando una bruma matinal, pero vio claramente la casa impía y orgullosa allá adelante; sus paredes eran grises como la roca, y su elevado pico se alzaba osadamente contra la blancura lechosa de los vapores marinos. Y descubrió que no había puerta en la fachada que miraba hacia tierra, sino sólo un par de ventanucos sucios y enrejados, de cristales redondos, según la moda del siglo XVIII. A todo su alrededor no había más que nubes y caos, y no se distinguía nada por debajo de la blancura del espacio ilimitado. Estaba solo en el cielo, con esta casa extraña e inquietante; y al rodearla precavidamente, en dirección hacia la parte delantera, y ver que no se podía llegar a su única puerta salvo por el éter vacío, sintió un claro terror que la altura no acababa de explicar enteramente. Y era muy extraño que todavía existieran tablas carcomidas que formaban la techumbre, y que los desechos ladrillos formaran aún la chimenea.

Cuando espesó la niebla, Olney reptó de una ventana a otra, por las fachadas norte, oeste y sur, tratando de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se sintió vagamente aliviado al comprobarlo, porque cuanto más miraba la casa, menos deseos tenía de entrar. Entonces, un ruido le hizo detenerse. Oyó un chirrido de cerradura, el ruido de un cerrojo al descorrerse y un gemido largo como si abriesen lentamente una pesada puerta. Sonó en la parte que daba al océano, la que él no podía ver, donde la estrecha puerta se abría al vacío, en el cielo brumoso, a miles de pies por encima de las olas.

A continuación sonaron unas pisadas graves, pausadas, en el interior de la casa, y Olney oyó que abrían las ventanas; primero las que daban al norte, que era el lado opuesto adonde estaba él ahora; después, las del oeste, al otro lado de la esquina. A continuación abrían las del sur, bajo los grandes aleros del lado donde él se encontraba; y hay que decir que se sentía más que incómodo, pensando que tenía la detestable casa a un lado, y al otro el vacío. Cuando le llegó el ruido de las ventanas más próximas, se deslizó otra vez hacia la fachada de poniente, aplastándose contra el muro junto a las que ahora estaban abiertas. Era evidente que el propietario había llegado a casa; pero no había llegado por tierra, ni en globo, ni en ninguna aeronave imaginable. Volvieron a sonar pasos, y Olney se escurrió a la cara norte; pero antes de haber conseguido ocultarse una voz le llamó suavemente, y comprendió que debía enfrentarse con su anfitrión.

Asomado a la ventana oeste vio un rostro con una gran barba negra y ojos fosforescentes que reflejaban la huella de visiones inauditas. Pero su voz era afable y tenía una calidad singularmente antigua, de forma que Olney no sintió temor alguno cuando una mano morena le ayudó a subir el alféizar y asaltar al interior de la baja habitación revestida de oscuro roble y con mobiliario estilo tudor. El hombre vestía ropas antiguas, y le envolvía un halo indefinible de sabiduría marinera y ensueños sobre altos galeones. Olney no recuerda muchos de los prodigios que le contó, ni siquiera quién era; pero dice que era extraño y afable, y poseía la magia de insondables vacíos de tiempo y de espacio. La pequeña habitación parecía verde, a causa de la luz acuosa que la iluminaba, y Olney vio que las ventanas distantes que daban al este no estaban abiertas, sino cerradas al brumoso éter con cristales gruesos como fondos de viejas botellas.

El barbado anfitrión parecía joven, aunque miraba con ojos impregnados de antiguos misterios; y por los relatos de hechos antiguos y prodigiosos que contaba, podía inferirse que tenían razón las gentes del pueblo al decir que comulgaba con las brumas del mar y las nubes del cielo antes de que hubiese un pueblo que contemplara su taciturna mirada desde la llanura de abajo. Y transcurrió el día, y Olney seguía escuchando el rumor de los viejos tiempos y lugares; y oyó cómo los reyes de la Atlántida lucharon contra viscosas blasfemias que salían retorciéndose de las grietas del fondo oceánico, y cómo los barcos extraviados podían ver a medianoche el templo hipóslito de Poseidón, y cómo comprendían al verlo que se habían extraviado para siempre. El anfitrión rememoró los tiempos de los Titanes, pero se mostró reservado al hablar de la era oscura y primera, del caos que precedió a los dioses e incluso al nacimiento de los Anteriores, cuando los otros dioses iban a danzar a la cima del Hatheg-Kla, situado en el desierto pedregoso próximo a Ulthar, más allá del río Skai.

Al llegar a este punto llamaron a la puerta, a aquella antigua puerta de roble tachonada de clavos frente a la cual sólo existía un abismo de nube blanca. Olney alzó la mirada con temor, pero el hombre barbado le hizo una seña para que permaneciese en silencio, acudió a la puerta de puntillas y se asomó por una mirilla muy pequeña. No le agradó lo que vio, de modo que se llevó un dedo a la boca, y corrió con sigilo a cerrar las ventanas antes de regresar a su antigua butaca junto a su invitado. Entonces Olney vio recortarse sucesivamente contra los rectángulos traslúcidos de cada una de las pequeñas ventanas, conforme el visitante daba vuelta en torno a la casa antes de marcharse, una silueta negra y extraña, y se alegró de que su anfitrión no contestara a esas llamadas. Porque hay extraños seres en el gran abismo, y el buscador de sueños debe tener cuidado de no despertar ni encontrar a los que no le conviene.

Después empezaron a congregarse las sombras: primero, unas sombras pequeñas, furtivas, bajo la mesa; luego, las más atrevidas, por los rincones recubiertos de madera. Y el hombre barbado hizo enigmáticos gestos de oración, y encendió altas velas hincadas en extraños candelabros de latón. De cuando en cuando miraba hacia la puerta como si esperase a alguien; finalmente, unos golpecitos singulares parecieron contestar a su mirada, sin duda reproduciendo algún código secreto y antiguo. Esta vez ni siquiera se asomó por la mirilla, sino que quitó el gran barrote de roble y descorrió el cerrojo, abriendo la pesada puerta de par en par a las estrellas y la niebla.

Y entonces, al son de oscuras armonías, entraron flotando en la estancia todos los sueños y recuerdos de los Dioses Poderosos de la tierra. Y unas llamas doradas jugaron con cabelleras de algas, y Olney les rindió homenaje deslumbrado. Allí estaba Neptuno con su tridente, y los bulliciosos tritones, y las fantásticas nereidas, y a lomos de delfines iba una enorme concha dentada en la que viajaba la figura pavorosa y gris de Nodens, Señor del Gran Abismo. Y las caracolas de los tritones emitían espectrales mugidos y las nereidas producían extraños ruidos golpeando grotescas conchas resonantes de desconocidos moradores de las negras cavernas marinas. A continuación, el venerable Nodens tendió una mano arrugada y ayudó a Olney y a su anfitrión a subir a su concha gigantesca, al tiempo que las conchas y los gongos prorrumpían en un clamor tremendo y espantoso. Y el fabuloso cortejo salió al éter ilimitado, y los gritos y el estrépito se perdieron en los ecos de los truenos.

Toda la noche estuvieron los de Kingsport observando el altísimo acantilado, cuando la tormenta y las brumas se abrían transitoriamente; y cuando, hacia las primeras horas de la madrugada, se apagaron las luces débiles de las ventanas, hablaron en voz baja de temores y desastres. Y los hijos y la robusta esposa de Olneyrezaron al dios amable de los anabaptistas, y confiaron en que el viajero pidiera prestados paraguas y chanclos, si no cesaba la lluvia por la mañana. Luego surgió goteante el amanecer envuelto en brumas marinas, y las boyas tañeron solemnes en los vórtices del blanco éter. Y a mediodía, los cuerpos mágicos de unos duendes sonaron por encima del océano mientras Olney descendía de los acantilados al antiguo Kingsport, seco, con los pies ligeros y una expresión lejana en los ojos. No pudo recordar qué había soñado en la casa del anónimo ermitaño, encaramada en el cielo, ni explicar cómo había bajado por aquel despeñadero que no habían podido recorrer otros pies...Ni fue capaz de hablar con nadie de estas cosas, excepto con el Anciano Terrible, quien después murmuró extrañas cosas para su larga y blanca barba, y juró que el hombre que había descendido de aquel despeñadero no era el mismo que había subido, y que en algún lugar, bajo aquel tejado gris y puntiagudo, o en medio de aquella siniestra niebla blanca, se había quedado extraviado el espíritu del que fuera Thomas Olney.

Y desde aquel momento, a lo largo de lentos, oscuros años de monotonía y hastío, el filósofo trabaja y come y duerme y cumple sin queja sus deberes de ciudadano. Ya no añora la magia de las lejanas colinas, ni suspira por secretos que asoman como verdes arrecifes en un mar insondable. Ya no le produce tristeza la monotonía de sus días, y sus disciplinados pensamientos resultan suficientes para su imaginación. Su buena esposa es más fuerte cada vez, y sus hijos se hacen mayores, y más prosaicos y prácticos; pero él no deja de sonreír con orgullo cuando el momento lo requiere. En su mirada no hay un solo destello de inquietud, y si alguna vez presta atención, tratando de escuchar solemnes campanas o lejanos cuernos de duendes, es sólo de noche, cuando vagan libremente los sueños antiguos. Jamás ha vuelto a visitar Kingsport, porque a su familia le desagradan las casas viejas y raras y dice que tiene un pésimo alcantarillado. Ahora tienen un precioso chalet en las tierras altas de Bristol, donde no hay elevados riscos y los vecinos son corteses y modernos.

Pero en Kingsport corren extraños rumores, y hasta el Viejo Terrible admite algo que su abuelo no contó. Porque ahora, cuando el viento sopla tumultuoso del norte, azotando la casa elevada que se funde con el firmamento, se rompe al fin ese silencio siniestro y ominoso que siempre fue dañino para los campesinos de Kingsport. Y los viejos hablan de voces agradables que oyen cantar allá arriba, y de risas henchidas de una alegría más grande que la alegría de la tierra; y cuentan que al atardecer las pequeñas ventanas se ven más iluminadas que antes. Dicen también que la fiera aurora llega más a menudo al lugar, vistiendo al norte de brillante azul con visiones de helados mundos, mientras el despeñadero y la casa se recortan negros y fantásticos contra singulares centelleos. Y que las brumas del amanecer son más espesas, y que los marineros no están tan seguros de que todos los tañidos que suenan amortiguados en el mar se deban a las boyas solemnes.

Lo peor, sin embargo, es que se han secado los viejos temores en los corazones de los jóvenes de Kingsport, más inclinados cada vez a escuchar por la noche los rumores distantes que les trae el viento del norte. Juran que ningún daño ni dolor puede habitar en esa casa elevada, ya que las nuevas voces llevan alegría y, con ella, un tintineo de risas y música. No saben qué relatos pueden traer las brumas marinas a ese pináculo encantado del norte, pero ansían conocer a alguno de los prodigios que llaman a la puerta que da al vacío, cuando las luces aumentan de espesor. Los patriarcas temen que algún día suban uno a uno a ese pico inaccesible, y averigüen los secretos seculares que se ocultan bajo el puntiagudo tejado que forma parte de las rocas, las estrellas y los antiguos temores de Kingsport. Están convencidos de que esos jóvenes atrevidos podrán regresar; pero piensan que quizá se apague alguna luz en sus ojos, y algún deseo en sus corazones. Y no desean que un Kingsport extraño, con sus empinados callejones y sus hastiales arcaicos, contemple indiferente el paso de los años, mientras crece el coro de risas, voz tras voz, y se haga más fuerte y desenfrenado en ese desconocido y terrible nido de águilas donde las brumas y los sueños de las brumas se demoran en su trayecto del mar a los cielos.

No quieren que las almas de sus jóvenes abandonen los plácidos hogares y las tabernas de techumbre holandesa del viejo Kingsport, ni desean que suenen con fuerza las risas y canciones del elevado y rocoso lugar. Porque así como la voz recién llegada ha traído nuevas brumas del mar y nuevas luces del norte, así, dicen, otras voces traerán más brumas y luces, hasta que tal vez los viejos dioses (cuya existencia insinúan sólo en susurros por temor a que les oiga el sacerdote congregacionalista) salgan de abajo, abandonen la desconocida Kadath del desierto frío, y vengan a morar en ese despeñadero perversamente apropiado, tan próximo a las suaves colinas y valles de las sencillas y apacibles gentes marineras. No quieren que esto suceda, pues la gente sencill, las cosas que no son de esta tierra son mal recibidas; y además, el Viejo Terrible recuerda a menudo lo que Olney contó sobre la llamada que el morador solitario temía, y la forma negra e inquisitiva que ambos vieron recortarse en la bruma, a través de esas extrañas ventanas traslúcidas en forma de ojo de buey.

Todas estas cosas, sin embargo, sólo las pueden decidir los Dioses anteriores; entretanto, las brumas matinales suben por ese pico vertiginoso y solitario de la vieja casa puntiaguda, esa casa gris de aleros bajos en la que no se ve a nadie, pero a la que la noche trae furtivas luces mientras el viento del norte habla de extrañas fiestas. Suben desde las profundidades, blancas y algodonosas, a reunirse con sus hermanas las nubes, llenas de ensueños sobre húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y cuando los cuentos vuelan densos en las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades cubiertas de algas elevan sones salvajes aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces los grandes vapores de las brumas suben ansiosos en tropel hacia el cielo cargado de saber; y Kingsport, refugiándose inquieto en los acantilados menores, bajo el vaporoso centinela de la roca, ven tan sólo, hacia el océano, una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el confín de la tierra, y las solemnes campanas de boyas tañesen libremente en el éter irreal.

H.P. Lovecraft (1890-1937)

Un Vampiro muy Particular.

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Este relato es un digno heredero de la tradición iniciada por Poe y Maupassant, y en la prosa del maestro uruguayo Horacio Quiroga, no sólo adquiere un sabor netamente latinoamericano, sino que nada tiene que envidiarle a sus predecesores.

Este relato está basado en una leyenda urbana muy particular, y que en su época causó una conmoción casi histérica. Al parecer, muchas mujeres comenzaban a debilitarse durante las primeras semanas de matrimonio. Lentamente perdían el color de la piel, y también mostraban signos de rigidez muscular, lo cual daba una impresión de profunda fragilidad, como si se tratasen de delicadas muñecas de porcelana.

Luego de algunos días, o semanas, la joven finalmente se consumía.

Aquí se nos presenta una posible explicación para aquellas extrañas muertes. Muchos hablaban de vampiros, pero Quiroga imaginó una combinación entre vampirismo y racionalismo, dándole a su leyenda urbana un carácter absolutamente innovador.

Recomendamos prudencia a los lectores sensibles, especialmente para aquellos que duermen sobre una almohadón de plumas.

El Almohadón de Plumas.
Horacio Quiroga.

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses (se habían casado en abril) vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte.

Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

Horacio Quiroga.

El Libro de los Vampiros.

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Sacado del el espejo gotico



Varios de ustedes ya deben estar enterados del caso, especialmente aquellos que viven en Buenos Aires y en los pueblos circundantes. Para mí, lo mórbido del asunto radica en que yo conocí personalmente a Franco, y nunca, ni en mis sueños más exaltados, pude imaginar que en su alma se agitasen semejantes fantasmas.
Para quien tenga la voluntad de hacerlo dejo a continuación algunas de las notas que pude copiar de los originales, los cuales están en poder de la policía, naturalmente. Fue una tarea difícil traducir los garabatos de Franco, ya que es evidente que cuando los escribió ya padecía de severas alucinaciones.
Aquí está el Diario de los últimos días de mi amigo.


Jueves. Noche.

El silencio era mi compañía, y los libros, claro; siempre los libros.
Mi felicidad adquiere muy pocas formas, y una de ellas es la lectura. Supongo que en un mundo como el nuestro, cada vez menos gente siente ese cariño por los libros, y no hablo de la lectura en su totalidad; generalidad inconcebible que abarca hasta las indicaciones de un prosaico jabón en polvo, sino de la lectura de libros, del libro como rostro de la felicidad.

Hace algunos años heredé la biblioteca de mi abuelo, el cual poseía algunas primeras ediciones, nada demasiado notable, me temo; pero en cuya inmensidad me había sumergido durante mis primeras exploraciones literarias.

Recibí los textos en mi hogar, y pronto comencé a deambular por aquellos parajes conocidos, que sin embargo habían adquirido con los años algunos matices nuevos, tersuras que no había sospechado en mi juventud. Así fue como dí con el Libro de los Vampiros.

Estoy seguro que el abuelo lo adquirió en los años posteriores a mi partida, ya que de otra manera lo hubiese reconocido: Lomo negro, cinco anillos, cuero de Tesalia, oscuro y duro como la cima del Parnaso, y en la tapa, un rostro, la viva imagen de mis pesadillas.

Esperaré al fin de semana para estudiarlo, no quiero que nada importune ese momento de profunda intimidad que es la lectura. El sólo pensar en devanar sus páginas me produce un vértigo casi patológico; casi me atrevo a afirmar que la aguda puntada que siento en el estómago, es producto del placer anticipado de su lectura.


Viernes. Crepúsculo.

Me senté frente al libro, con una taza de café y un bloc de notas para ir desgranando mis observaciones, tarea en la que suelo dar algunos atisbos de astucia mal encauzada. Nada, ni siquiera la lectura de los más abominables grimorios medievales, iban a prepararme para los horrores que contemplé en sus páginas.

La primera página impresa contenía unos caracteres que no me resultaron extraños, eran abreviaturas, pero no del latín vulgar, como suele ocurrir en estos casos, sino de un dialecto, muy utilizado por los monjes italianos del siglo XII para comunicarse con los copistas enviados por los países nórdicos, pero poco conocido en las escrituras encriptadas de siglos posteriores, llamado la Teufalia.

En esta página se hacían ciertas advertencias al lector, sobre cómo se debía actuar en caso de caer en las manos del clero, o aún peor, en las de su brazo armado, la Santa Inquisición.

La primera prueba impuesta al iniciado era el desarraigo de las cuestiones mundanas, razón por la cual, se imponía como prueba de valor realizar un crimen, cuyas particularidades consistían en estirar el sufrimiento de la víctima hasta los límites del infierno. Mis ojos no daban crédito a lo que veían: allí se daban instrucciones precisas sobre como dilatar las agonías del envenenamiento durante años, incluso décadas.

¿Qué macabra voluntad es capaz de contemplar los horribles estertores durante años, los gritos lastimeros, agónicos, y sin embargo seguir suministrando a la víctima las dósis necesarias para que sufra indeciblemente, pero negándole el placer de una capitulación?

La sola lectura de ese texto diabólico era nauseabunda en extremo, de sus páginas se desprendían las más horribles pesadillas que un hombre puede concebir. De todas maneras, y pido perdón a Dios por ello, sus hedores tenían algo de narcótico, algo persuasivo que impulsaba hacia adelante, a seguir sin importar qué nuevas formas del horror nos depararían las siguientes páginas.
Ya bien entrada la madrugada, cerré el libro, agotado, con un agudo palpitar en el estómago.


Sábado. Alguna hora de la Oscuridad.

No sé que extraña fuerza me atenaza, pero no pude tocar el libro mientras el sol estaba alto en el cielo. Supongo que debo estar ciertamente sugestionado, y no es para menos. No sé qué me atemoriza más, si mi atracción hacia el manuscrito, o mi absoluta ausencia de pesadillas durante la noche posterior a su lectura.
Los dolores de estómago ceden durante la lectura del texto.

Comencé la lectura en esa hora incierta que precede a la aurora.
En los nuevos capítulos anidan nuevos fantasmas. Al parecer, el manuscrito es, después de todo, una versión de un grimorio desaparecido, posiblemente relacionado con el Códex Seraphinianus, pero anterior al Petit Albert. Ya se vislumbra la sombra de los vampiros, sus indicaciones son precisas, quirúrgicas. Cada vez me convenzo más de que ninguna mano humana ha podido esgrimir semejante lienzo de espantos.
No. La Respuesta hay que buscarla en otro lado.

La segunda parte de la iniciación consiste en la profanación de tumbas, tarea atroz que es descrita con toda minuciosidad.
Es necesaria la carne impura de un pariente de sangre para realizar el ritual, cuya lectura pretendo finalizar antes de mañana.


Domingo. Noche.

La verdad me ha iluminado con un resplandor cegador. Las últimas páginas hablan de pasión, de sangre; hablan del despertar a una nueva realidad.
Tiene que ser cierto. Todo es demasiado coherente para enmascarar un fraude. El abuelo bien lo sabía, y la abuela...bueno, la abuela ha sido un elemento necesario, vital, de la Gran Obra.

Dejo un breve fragmento para que entiendas, Sebastián, que las palabras no son frías expresiones de la mente humana, sino de algo más:

"...Así como el Salvador vierte su sangre divina para purificar al mundo, nosotros vertimos la nuestra para concebir a nuestros hermanos; y Él, hijo del cielo, que convirtió a los hombres en sagrados mediante su sacrificio, nosotros, os santificamos con nuestro sublime amor, cuya naturaleza consiste en alejar a los hombres de las garras de la fe. No huiremos, ni rehusaremos de nuestra esencia. Nuestro señorío permanece en las sombras, más no nos ocultamos, vivimos entre el ganado, entre el latir de vuestros corazones, entre las revoluciones que se agitan en vuestras venas, cáliz de vuestros espíritus efímeros e informes. Escuchad nuestro llamado y abrid los ojos a la Noche Eterna, nuestra tierna Madre os espera para arroparos con su manto de sutil ternura, de caricias que no conocen la vergüenza. Escuchad nuestro susurro en las cortinas de la habitación, en el viento que agita los árboles, en la sombra furtiva que se escapa a vuestros ojos, pero que palpita en vuestros espíritus con la intensidad de la realidad más tangible. Escuchad el llamado, Ella os espera..."

El cementerio está cerca...la piel que envuelve este cuerpo humano pronto será un velo para la otra naturaleza, aquella que palpita en mis venas con una pulsión irrefrenable.

No hay nada más para escribir, no tengo palabras, Sebastián, no hay herramientas en ninguna lengua humana que puedan expresar este fuego en los labios, esta necesidad de vida, de sentir el terciopelo de un ignoto cuello estallar bajo mis colmillos.

Me despido, el Libro es tuyo, para quemarlo...o para leerlo, y unirte a nosotros.

Tu Amigo, Franco.


El resto pertenece a las noticias policiales, las cuales han dedicado algunas líneas a esta pequeña tragedia, y nada más. El mundo jamás se sacia de horrores.

Para completar algunos detalles oscuros del relato, diré que Franco violentó la bóveda donde descansaban los restos familiares y practicó allí sus rituales, los cuales, por prudencia, prefiero omitir.

Los forenses, quienes debieron primero probar que los restos que aún se conservaban pertenecían a los abuelos de mi amigo, han logrado abrir un nuevo sumario sobre el que nada se sabía antes de esta pesadilla. Al parecer, en el cadáver de la abuela de Franco, Martina Chialvino, se han encontrado restos de algo que bien pueden ser las secuelas de un cáncer óseo (del que nunca tuvimos conocimiento), o los residuos de la ingesta prolongada de ciertas sustancias tóxicas.

De Franco, no sabemos nada; después de profanar el sepulcro familiar ha desaparecido. La policía confía en atraparlo pronto.
Sobre el Libro de los Vampiros no puedo decir mucho, ya que no pude encontrar ningún manuscrito que coincida con la descripción que se da en el Diario de mi difunto amigo.

Por estos días me estoy hospedando en la casa de Franco, hasta terminar con las tediosas e interminables tareas burocráticas que suelen rodear a la muerte de un hombre joven. Reconozco que durante las noches tengo miedo, imagino que en cualquier momento oiré sus pasos acercándose a mi habitación; pero a decir verdad, lo que más me preocupa no son los pasos de mi amigo, ni El Libro de los Vampiros, ni las profanaciones ni los espectros, sino este curioso y punzante dolor de estómago, que coincidió con el inicio de estos horrores, y que cada día comienza a duplicar su violencia.

domingo, 2 de enero de 2011

Cómo convertirse en Vampiro.

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Algunos curiosos mitos y leyendas.

La manera más común de convertirse en vampiro, por supuesto, ser mordido por un vampiro. Pero no todos los métodos de transformación son tan conocidos; algunos, son de hecho bastante complicados de comprender, ya que es imposible establecer un nexo entre ciertos actos, en apariencia inocentes, y su posterior consecuencia como desencadenante de una transformación vampírica.

En Hungría, por ejemplo, se condenó a una mujer en el siglo XIII por haber concebido durante un viernes santo y luego destetar al bebé prematuramente. Como todos sabemos, o simulamos saber, esta es una clara señal de que el niño sería un vampiro.

Las incongruencias siguen, aunque algunas mantienen cierto método racional: En europa occidental, si alguna mujer no consumía suficiente sal durante el embarazo sería la madre de un no-vivo. En esta tradición, se asocia un remedio tradicional contra el demonio, y se lo aplica ante la posible aparición de uno de sus agentes: el vampiro.

Pero las formas más populares de convertirse en un vampiro eran mediante el suicidio y la brujería. Hoy podemos burlarnos de tales supercherías, pero en su momento se trataban de verdades incuestionables para el común de la gente. Incluso durante la fiebre inquisidora, en la cual se quemaban cientos de personas basándose en argumentos pueriles, el clero había logrado que los reinos europeos adquiriesen un asistente para sus verdugos, cuya tarea consistía en evitar que las brujas y magos negros se apropiasen del semen que solía brotar de los condenados a la horca; el cual era utilizado en distintas pociones, con el único fin de conseguir que los muertos se alcen de sus tumbas.

Claro que no todos lo métodos de transformarse en vampiros eran tan espantosos: Por ejemplo, los errores gramaticales del latín pronunciados durante un entierro también eran factores a tener en cuenta. Existía también algo que sucedía poco, incluso en aquella época llena de prodigios; y era la transformación por la pasión. Nos explicamos:

Aquí no se trata de una maldición adquirida, ni de oscuros ritos al amparo de la noche; sino de un llamado de la sangre, algo predestinado. El alma de un vampiro puro vibra en el cuerpo de un humano adecuado, influye en sus pensamientos, aviva sus deseos, exalta sus sentidos. Con el tiempo llega la derrota, tan inevitable cómo anhelada. El hombre se abandona con dulzura a su pasión; y contempla la Noche con nuevos ojos.

Como Matar a un Vampiro.

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Se debe atravesar el cuerpo del vampiro con una estaca de modo que se clave en la tierra para asegurarlo a la tumba. La estaca debe ser de un rosal silvestre, álamo o fresno. En algunas zonas se prefería un hierro al rojo en lugar de madera. Se debería quemar el cuerpo o al menos enterrarlo en un cruce de caminos.

Si no se encuentra pronto al vampiro, sus primeras víctimas serán sus familiares cercanos, luego prosigue con sus vecinos y demás habitantes del pueblo. Recordemos que esto es así porque los vampiros no pueden en principio alejarse demasiado de sus sepulcros ya que deben retornar a su morada con las primeras luces del alba.

Si el vampiro logra escapar de una emboscada existe el riesgo de que suba a lo alto del campanario, y grite el nombre de los cazadores, quienes morirán inevitablemente. En determinados sitios, el monstruo hace sonar el toque de los difuntos, y todos los que lo escuchan mueren instantáneamente en el lugar que estén. Si no se lo mata en los primeros siete años de vida vampírica, el engendro adquirirá renovados poderes, trayendo aún más ruina y desolación.

Existía también un método no carente de artificios para matar a una de estas criaturas; consiste en dejar en el ataúd de quien se sospecha que podría volver de la muerte un manojo de sogas entrelazadas con cientos de nudos. Si el muerto se despierta a su nueva vida nocturna encontrará el irresistible impulso de desanudar la madeja, pasará largos y amargos días intentando en vano hasta que finalmente se consumirá.

Cómo atraer a un Vampiro.

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Una de las formas más utilizadas para atraer a un vampiro consistía en elegir un niño o una niña, lo suficientemente jóvenes como para ser vírgenes, y sentarlos sobre un caballo de color negro, que también fuera virgen y que no hubiese tropezado nunca. Se llevaba al caballo al cementerio y se lo hacía pasar sobre las tumbas. Si se negaba a pasar sobre una de ellas, era una clara señal de que allí estaba enterrado un vampiro; entonces se sentaba a los niños sobre la lápida, y cuando cayese la noche, el vampiro seguiría invariablemente el rastro dejado por el aroma de los infantes.

Esta creencia está muy bien descripta en la novela de Ann Rice, Interview with a vampire.

Algunos folkloristas sostienen que las lápidas en un principio no eran para llevar inscripciones que ilustren sobre la vida pasada del difunto, sino como un método para impedir que los vampiros se alcen de sus tumbas.

Existen otros métodos, acaso más modernos, para atraer a los vampiros; los cuales consisten en aplicar al revés los métodos tradicionales para alejarlos. Por ejemplo: Así como los vampiros aborrecen el ajo, adoran el aroma de las amapolas, razón de más para utilizarlas en caso de intentar convocar a un vampiro, o a cualquier otra entidad nocturna.

En los mitos del este de Europa, encontramos muy pocos remedios tradicionales para convocar a los vampiros, ya que en esa zona, los vampiros suelen ser bastante poco agradables y de existencia miserable. Voltaire solía burlarse de esto, diciendo que la creencia en vampiros es proporcional a la ignorancia de los pueblos que profesan su fe.

Pero en la iluminada cultura de la Europa de Voltaire, también se agitaba el gérmen del vampirismo, el cual adquiría muchas e incongruentes formas. Las leyendas fueron ganando en sutilezas, en pequeñas contradicciones que aumentaron lentamente la creencia en los vampiros.

Se empezó a creer que los vampiros pueden ingresar en una habitación sólo cuando la víctima lo permitía, conscientemente o no. Veamos algunas formas en las que un vampiro podía hacerse presente en el lecho de una dama:

No era necesaria la ausencia de objetos religiosos; ya que los vampiros no temen ningún símbolo en presencia de personas frívolas, sólo los aborrecen cuando las cruces y relicarios sirven como armas en manos de hombres de intensa fe. Las rosas, en cambio, producen en los vampiros un fuerte rechazo, especialmente las blancas. Tampoco es recomendable tener un recipiente con agua en la habitación, particularmente cerca del lecho, ya que los vampiros no pueden cruzar ningún límite marcado con agua; y esto funciona, dentro de la leyenda claro, tanto para los ríos, como para un simple vaso con agua.

Es importante destacar, que una vez que el vampiro se ha hecho presente en la solitaria habitación, tanto la ignota dama como el vampiro son igualmente responsables por el bienestar del otro. Nos explicamos:

Así como un vampiro necesita una invitación para hacerse presente en una casa, también necesita de una autorización para abandonarla. Motivo por el cual, los vampiros suelen alimentarse visitando el cuarto de sus desdichadas amantes, pero jamás les dan muerte dentro de aquellos límites; ya que sin la autorización de la víctima, el vampiro no podrá abandonar el lugar.

Es entonces que la mujer y el vampiro deben complementarse: él leerá sus deseos más recónditos, incluso aquellos de los cuales la mujer no es enteramente consciente, y saciará todos sus apetitos a medida que la vida va derramándose sobre las sábanas. Ella le ofrecerá el cáliz de su cuello palpitante; se irá diluyendo entre sus lascivos abrazos; pero el placer será apenas una anticipación, jamás terminará de consumarse, y cuando la sombra del vampiro abandone la habitación, nuestra desconocida Dama creerá haber tenido un sueño espantoso, sentirá sobre sus labios los ecos de un beso frío, helado como la tumba; su cuerpo temblará, sus lívidos dedos recordaran la textura etérea de un cuerpo masculino.

No recordará el rostro de su siniestro visitante. La noche será como una pesadilla agitándose en aquel rincón de la mente al que no podemos acceder. ¿Sucedió aquello?, se preguntará.

La imaginamos debatiéndose al intentar conciliar el sueño, la mente atribulada por las dudas, y por el horror. La habitación parece cerrarse sobre ella; las paredes bañadas en sombras, las cortinas danzando suavemente con la brisa nocturna.

La soñamos acariciando la lubricidad de su sexo en las tinieblas; intentando recordar un momento que acaso jamás tuvo lugar. Entonces verá, sobre la blanca palidez de las sábanas, una diminuta perla púrpura, la joya roja de sus venas; y ya no habrán más dudas.

No sabemos si nuestra imaginada doncella volverá a dormir con las ventanas abiertas, aunque sospechamos que sí.